Identidad, seguridades y aceptación de nosotros mismos


Como una reacción al dolor y a la carencia que experimentamos al nacer en este mundo, cada uno de nosotros ha desarrollado una personalidad (etimológicamente del griego máscara) que le sirve como refugio para afrontar el día a día con todo lo que conlleva. Esta personalidad, que confundimos con nuestra verdadera identidad, esta fundamentada sobre ciertos pilares que son las cualidades en las que depositamos nuestra autoestima. Así, alguien dotado de excepcional belleza o inteligencia  fundamentará su autoestima  en esas cualidades y depositará en ellas su seguridad a la hora de relacionarse con el mundo exterior y todo lo que conlleva. Lo mismo ocurre cuando nos sobreidentificamos con un determinado rol que desempeñamos en un determinado momento de nuestra vida, ya sea una determinada profesión de la que nos sintamos orgullosos, alguna otra función que desempeñemos o algún determinado logro como por ejemplo ser campeón de algún deporte.

El problema (y la solución) radica en la fragilidad de esas columnas. Una parte fundamental en el camino de conocimiento de Dios y de nosotros mismos pasa por la demolición de estas frágiles columnas o fortalezas donde fundamentamos nuestra seguridad. La providencia divina nos regalará las vivencias necesarias para que se evidencie esta fragilidad. Estos son momentos de gran dolor y amargura que se viven como una autentica muerte ya que, realmente, aquella falsa identidad con la que nos identificábamos muere. Podemos encontrar un ejemplo común en mujeres hermosas que, como consecuencia de una sociedad donde en gran parte se ha valorado a las mujeres por su belleza, han depositado en su hermosura su seguridad y se han sobreidentificado con ella. Estas mujeres sufrirán una mala vejez y sentirán como una muerte la natural pérdida de la belleza que acompaña el envejecimiento; sufrirán lo que se llama un crisis de identidad. Muchas de ellas recurren a la cirugía estética para intentar remediar lo inevitable. Todos nosotros tenemos esas columnas, esas ciudades amuralladas. Podemos reconocerlas por la exagerada reacción de ira, amargura, tristeza que surge en nosotros cuando algún evento hace que se tambaleen. Así, alguien que haya fundamentado su autoestima sobre su inteligencia, sentirá terror a hacer el ridículo quedando como un tonto, un campeón de tenis que se haya sobreidentificado con ese logro vivirá como una muerte el momento en el que empiece a perder partidos y no podrá tener paz consigo mismo a menos que gane o el matón del instituto vivirá momentos tristes y amargos cuando el niño nuevo le de una paliza. Muchos de los autoreproches nacen de nuestra incapacidad de proteger esas frágiles columnas de las embestidas de la vida, nuestra incapacidad de proteger nuestra frágil identidad de su inevitable muerte.

Cuando el hombre experimenta el amor de Dios es cuando puede aceptarse plenamente a si mismo. Entonces se siente amado, deseado, protegido y en Paz con toda la creación. La anterior hostilidad del mundo exterior desaparece y el hombre transfiere los cimientos de su seguridad y de su identidad desde aquellas frágiles columnas al eterno y estable amor de Dios. El descanso y la paz que experimenta no se puede describir. Ya no tiene que mantener aquel agotador esfuerzo por proteger la imagen de si mismo que le permitía desenvolverse y relacionarse consigo mismo y con el exterior. Lo que es o lo que deja de ser ya no le preocupa; es amado por Dios y eso basta. Ha vislumbrado su verdadera naturaleza de Hijo de Dios y ha encontrado su verdadera identidad, su verdadero Nombre, en el Amor De Dios.

Este momento es el FIAT LUX que separa el día de la noche y a partir de aquí se iniciará una lucha entre la luz y las tinieblas en la tierra de nuestro ser. Las viejas tendencias del hombre aún no han sido purificadas y el deseo de ser por nosotros mismos al margen de Dios, nos impulsa a robarle lo que gratuitamente nos estaba regalando, edificarnos unas nuevas y frágiles columnas como las anteriores y, reproduciendo el pecado de Lucifer, pudrirnos con el recuerdo del ser que recibíamos de Dios en la oscuridad de nuestro orgullo. Nos volvemos a crear otra falsa identidad sobre las columnas del recuerdo de lo que gratuitamente recibíamos de Dios y nos alejamos de ÉL. El sentido de las noches oscuras y purificaciones es librarnos de esas tendencias, destruir esas columnas y humillar nuestro orgullo a fin de que reconozcamos que todo lo que somos es un puro Don de Dios y no busquemos nuestra seguridad en lo que nosotros somos sino en Dios.

En estas etapas en las que el hombre se siente abandonado e incluso rechazado por Dios también surgirán autoreproches y escrúpulos que mas nacerán de aquella incapacidad para mantener nuestra nueva falsa identidad que del verdadero arrepentimiento.

Al final del camino, ya libres de egoísmo, de pecado y de culpa, muerto el hombre viejo y purificados de sus tendencias, devolveremos a Dios toda la gloria, todo el ser, nuestro Nombre verdadero, nuestra verdadera identidad que recibimos de Él.

   

El que habla de si mismo, su propia gloria busca; mas el que busca la gloria del que le envió, éste es verdadero, y no hay en él injusticia. Juan 7:18

Porque cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido. Lc 14:11

       

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La Consagración




La consagración solo puede nacer del amor a Cristo que el Espíritu Santo infunde en nosotros. Es cierto que nada de lo que tenemos es nuestro, es de Dios, y debemos administrarlo según su voluntad y no egoístamente; y no solo las riquezas materiales, también el tiempo, nuestra voz, nuestras manos, en definitiva todo lo que tenemos y todo lo que somos pero para lograr esto, no debemos tanto poner la mira en todas estas cosas como si por un solo esfuerzo de nuestra voluntad pudiéramos hacer la voluntad de Dios. Más bien debemos poner nuestra mira en Cristo para que nuestro amor a Él crezca. A medida que el Espíritu Santo vaya tomando posesión de nosotros nuestra actitud y nuestra relación con Dios, con los demás, con nosotros mismos, con nuestras posesiones y con todo, se transformará y cada vez obraremos con mayor pureza y estaremos más cerca de hacer la voluntad de Dios en todo de manera natural.

“El que no renuncia a todo lo que posee no puede ser mi discípulo”. Lucas 14:33. El núcleo del que nace toda posesión es la autoposesión que nace del egocentrismo, del falso yo. La plenitud de la renuncia es renunciar a nosotros mismos, solo entonces habremos cumplido plenamente ese mandamiento de nuestro Señor. Esto es imposible para nosotros (Mateo 19:26) y Dios no nos lo exige desde el principio. No se trata de algo que debamos conseguir a fuerza de voluntad propia sino más bien algo que debe suceder por sí mismo de manera natural a medida que el Espíritu Santo va haciendo su buena obra en nosotros. Solo el Espíritu de Cristo puede aniquilar la voluntad mala, carnal, demoniaca, serpentesca, del viejo y falso Yo (que es lo que nos separa de Dios). Nosotros, dejados a nuestras fuerzas, somos como alguien con las manos y todo el cuerpo completamente sucio intentando limpiarse a sí mismo, como alguien intentando crecer tirando de sus propios cabellos o como alguien intentando mover un coche sentado en el asiento del conductor empujando con sus fuerzas el volante hacia delante. Necesitamos algo exterior a nosotros que nos limpie. Es el Espíritu Santo el que debe hacer esta buena obra en nosotros. Ahora bien, nosotros debemos trabajar nuestra tierra y enfocar nuestra vida completamente en Cristo velando en oración y no permitir que los espinos ahoguen la buena semilla diluyéndonos en el mundo. Lucas 8:14. El crecimiento de la planta es obra del Señor; el preparar y cuidar la tierra es obra nuestra, con la Gracia de Dios.

Nuestro objetivo debe ser poner todo lo que tenemos, todo lo que somos y todas nuestras decisiones al servicio del que debe ser nuestro único deseo: la búsqueda del reino de los cielos; la búsqueda de Dios. Pero como he indicado, para que podamos cumplir esto es preciso que se de en nosotros una unificación de los deseos hacia Dios que lleva tiempo y que solo puede nacer del amor que el Espíritu Santo despierta en nosotros hacia Cristo nuestro Dios. Es preciso que nos encaminemos hacia ese objetivo según la medida de nuestras fuerzas confiando en que Cristo nuestro Dios suplirá lo que nos falta y nos guiará hacia ese bienaventurado final.

Una vez que, por la Gracia de Dios, hayamos destruido toda autoposesión y le hayamos entregado a Dios lo que es suyo, todo lo que somos y todo lo que tenemos, absolutamente todo, Dios reinará sobre todo en nosotros y nos lo habrá entregado todo porque, al ser poseídos por Dios “poseeremos” a Dios y con Él a todo lo demás. Entonces, habremos derrotado al anticristo en nosotros “aquel que se sienta en el trono de Dios haciéndose pasar por Dios2 tesalonicenses 2:4 y, compartiendo una misma voluntad con Él, reinaremos con Cristo sobre el todo, nos sentaremos en el trono con Él  (Apocalipsis 3:21),  y tendremos la paz de Salomón.

Realmente no podremos hacer la voluntad de Dios en todo hasta que no hayamos muerto completamente a nosotros mismos y nos hayamos hecho uno con Dios. Entonces no haremos la voluntad de Dios sino que seremos la voluntad de Dios y todo lo que hagamos será puro porque procederá de Dios. Hasta que esto no se cumpla no habremos renunciado a todo lo que poseemos.

Pidamos a Nuestro Señor Jesucristo que nos ayude a consagrarle todo lo que tenemos y todo lo que somos. Que ninguna posesión material ni lazo carnal nos impida hacer su voluntad sino que le consagremos perfectamente todo nuestro ser y, con él, todo lo que tenemos que no es nuestro, sino suyo.