En nuestro camino hacia la tierra de los vivientes, símbolo de la comunión con Cristo, hay ciertas piedras en las que solemos tropezar. Por lo general los obstáculos que encontramos unos y otros son muy similares, pues, por mas que nos cueste creerlo, todos los seres humanos somos muy parecidos y el mal nos ataca de manera similar. Estas son algunas de esas trampas en las que solemos caer:
La primera está relacionada con la vocación. Sobre todo cuando hemos recibido grandes bendiciones del Señor y nos sobreviene una etapa de aridez, es común imaginar que El Señor quiere llevarnos por caminos extraordinarios que implican grandes decisiones como abandonarlo todo. Entonces, es común apartar nuestra atención del momento presente y perdernos en la ansiedad acerca del futuro. De esta manera, ni nos atrevemos a tomar esa decisión radical que imaginamos acorde a la voluntad de Dios (normalmente porque nos falta la certeza de que esa sea realmente su voluntad) ni estamos enfocados en el momento presente para ofrendárselo al Señor respondiendo acorde a su voluntad. Muchas veces, nuestra mente imagina como la voluntad de Dios un camino que le ofrece una imagen de si mas admirable a sus propios ojos. Puede ser la de un ermitaño venerable en un viejo hábito viviendo en una cueva o la de un santo mendigo que peregrina sin ninguna propiedad. Podría ser que el Señor nos llamase a algo así, pero es común que nuestra mente este proyectando como la voluntad de Dios para nosotros aquello que mas admira y que le permitiría mirarse con mayor agrado y autocomplacencia.
Esto nos lleva a la segunda trampa, muy relacionada con la primera, que es la de otorgar una importancia desmesurada a lo exterior. Podemos observar como esa imagen mental que nos habíamos formado acerca de la voluntad de Dios esta constituida por elementos exteriores. Cambiar de lugar en lo exterior, vestirse con un hábito.. Pero nuestro interior seguirá siendo el mismo. La verdadera transformación y el verdadero éxodo hacia la tierra prometida es interior. El Señor está presente en todas partes, aquí mismo igual que en el monasterio mas venerado o en la cueva del ermitaño mas santo. Lo que ha hecho Santo a ese ermitaño no es el aislamiento ni el alejarse de todo en el plano exterior sino el responder momento a momento a las situaciones que la vida le ha presentado conforme a la voluntad de Dios y desapegarse de todo en el plano interior por el amor de Cristo.
Por lo general El Señor no nos pedirá grandes cambios en lo exterior sino una atención permanente a Él que nos permita responder momento a momento acorde a su voluntad viviendo en el presente. Por lo general la mente imagina que las grandes hazañas y las cosas extraordinarias que ella misma admira son lo que Dios le pide pero no suele ser así. Detrás de esas azañas realmente se esconde el deseo de autojustificarnos y de caminar solos al margen de Dios. El Señor mas bien demanda una conciencia viva de nuestra necesidad de Él y una búsqueda de apoyo continuo en Él en cada momento conscientes de nuestra miseria e incapacidad. Los pequeños actos de amor con el prójimo en actitud de servicio y el bien hacer momento a momento generarán una calidez en el corazón que puede hacer de nosotros una tierra mas fecunda para la semilla divina que esas grandes hazañas ascéticas que la mente admira y quiere desempeñar. Podrá ser que El Señor nos quiera utilizar para grandes obras como a los apóstoles pero no debemos ocupar nuestra mente en posibles cambios exteriores sino en mantenernos atentos a Él en el momento presente respondiendo lo mejor que sepamos a cada situación que la providencia nos presente. Esta atención constante a Él puede sernos difícil al principio. Solo cuando el amor a Él se ha despertado habiéndose avivado la llama del Espíritu es posible mantenerla a lo largo de todo el día. En la entrada una regla de vida se tratan algunos consejos para encenderla.
Estas trampas que hemos mencionado tienen su origen en el hombre viejo, ego, que siempre busca regocijarse en si mismo, autoadmirarse y autoadorarse. Si el hombre nuevo siempre esta atento a Cristo y no se mira a si mismo, el hombre viejo solo se mira a si mismo y no quiere mirar a Dios. EL hombre nuevo admira, adora y ama a Dios; el hombre viejo se admira, adora y ama a si mismo. El hombre nuevo se regocija en su total miseria y dependencia de Dios, el hombre viejo quiere caminar y prosperar por si mismo, al margen de Dios. Estas tendencias interiores a la autoadoración son la causa por la que la mente nos presenta caminos agradables a sus ojos proyectando una falsa voluntad de Dios que realmente es su propia voluntad. Cuando veamos que comenzamos a mirarnos a nosotros mismos con agrado regocijándonos en nuestros «Santos» hábitos, sintiéndonos mejores que los demás pongámonos alerta. La mayoría de las caídas de la Gracia son por esta causa. Una vez sentimos que Dios nos está bendiciendo empezamos a mirarnos con agrado. Apartamos la mirada de Cristo y empezamos a mirarnos a nosotros mismos y acabamos pretendiendo prosperar por nosotros mismos al margen de Dios en una grave traición a Él. Esto siempre acaba en la gran oscuridad de las tinieblas de fuera donde se oyen el lloro y el crujir de dientes, pues por fuertes que nos sintamos nuestra fuerza viene de Dios y si, confiando en nosotros mismos, nos apartamos de Él, nos desconectamos de la vida, la sangre de Cristo deja de limpiar nuestros pecados, la sabia del olivo deja de regarnos y morimos en el fuego separados de la vid que nos estaba dando la vida.
Regocijémonos siempre en nuestra total dependencia de Cristo nuestro Dios y busquemos esa atención constante a Él y no dejemos nunca de orar y de buscar esa permanencia en su amor por fuertes y prosperados que nos sintamos.
